El Año Verde

Un cuento de Elsa Bornemann

Asomándose cada primero de enero desde la torre de su palacio, el poderoso rey saluda a su pueblo, reunido en la plaza mayor.

Como desde la torre hasta la plaza median aproximadamente unos setecientos metros, el soberano no puede ver los pies descalzos de su gente.Tampoco le es posible oír sus quejas (y esto no sucede a causa de la distancia, sino, simplemente porque es sordo…)

–¡Buen año nuevo! ¡Que el cielo los colme de bendiciones! –grita entusiasmado, y todas las cabezas se elevan hacia el inalcanzable azul salpicado de nubecitas esperando inútilmente que caiga siquiera alguna de tales bendiciones…

–¡El año verde serán todos felices! ¡Se los prometo! –agrega el rey antes de desaparecer hasta el primero de enero siguiente.

–El año verde… –repiten por lo bajo los habitantes de ese pueblo antes de regresar hacia sus casas

– El año verde…

Pero cada año nuevo llega con el rojo de los fuegos artificiales disparados desde la torre del palacio… con el azul de las telas que se bordan para renovar las tres mil cortinas de sus ventanas… con el blanco de los armiños que se crían para confeccionar las puntosas capas del rey… con el negro de los cueros que se curten para fabricar sus doscientos pares de zapatos… con el amarrillo de las espigas que los campesinos siembran para amasar –más tarde– panes que nunca comerán…

Cada año nuevo llega con los mismos colores de siempre. Pero ninguno es totalmente verde…

Y los pies continúan descalzos… Y el rey sordo.

Hasta que, en la última semana de cierto diciembre, un muchacho toma una lata de pintura verde y una brocha. Primero pinta el frente de su casa, después sigue con la pared del vecino, estirando el color hasta que tiñe todas las paredes de su cuadra, y la vereda, y los cordones, y la zanja…

Finalmente; hunde su cabeza en otra lata y allá va, con sus cabellos verdes alborotando las calles del pueblo:–¡El aire ya huele a verde! ¡Si todos juntos lo soñamos, si lo queremos, el año verde será el próximo!

Y el pueblo entero, como si de pronto un fuerte viento lo empujara en apretada hojarasca, sale a pintar hasta el último rincón. Y en hojarasca verde se dirige luego a la plaza mayor, festejando la llegada del año verde. Y corren con sus brochas empapadas para pintar el palacio por fuera y por dentro. Y por dentro está el rey, que también es totalmente teñido. Y por dentro están los tambores de la guardia real, que por primera vez baten alegremente anunciando la llegada del año verde.

–¡Que llegó para quedarse! –gritan todos a coro, mientras el rey escapa hacia un descolorido país lejano.Ese mes de enero llueve torrencialmente. La lluvia destiñe al pueblo y todo el verde cae al río y se lo lleva el mar, acaso para teñir otras costas…

Pero ellos ya saben que ninguna lluvia será tan poderosa como para despintar el verde de sus corazones, definitivamente verdes. Bien verdes, como los años que –todos juntos—han de construir día por día.
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Sapo Verde

Cuento de Graciela Montes
Publicado originalmente en la colección Los cuentos del Chiribitil del Centro Editor de América Latina (Buenos Aires, 1978). Actualmente agotado.
....
Humberto estaba muy triste entre los yuyos del charco.

Ni ganas de saltar tenía. Y es que le habían contado que las mariposas del Jazmín de enfrente andaban diciendo que él era sapo feúcho, feísimo y refeo.

—Feúcho puede ser —dijo, mirándose en el agua oscura—, pero tanto como refeo... Para mí que exageran... Los ojos un poquitito saltones, eso sí. La piel un poco gruesa, eso también. Pero ¡qué sonrisa!

Y después de mirarse un rato le comentó a una mosca curiosa pero prudente que andaba dándole vueltas sin acercarse demasiado:

—Lo que a mí me faltan son colores. ¿No te parece? Verde, verde, todo verde. Porque pensándolo bien, si tuviese colores sería igualito, igualito a las mariposas.

La mosca, por las dudas, no hizo ningún comentario.

Y Humberto se puso la boina y salió corriendo a buscar colores al Almacén de los Bichos.

Timoteo, uno de los ratones más atentos que se vieron nunca, lo recibió, como siempre, con muchas palabras:

—¿Qué lo trae por aquí, Humberto? ¿Anda buscando fosforitos para cantar de noche? A propósito, tengo una boina a cuadros que le va a venir de perlas.

—Nada de eso, Timoteo. Ando necesitando colores.

—¿Piensa pintar la casa?

—Usted ni se imagina, Timoteo, ni se imagina.

Y Humberto se llevó el azul, el amarillo, el colorado, el fucsia y el anaranjado. El verde no, porque ¿para qué puede querer más verde un sapo verde?

En cuanto llegó al charco se sacó la boina, se preparó un pincel con pastos secos y empezó: una pata azul, la otra anaranjada, una mancha amarilla en la cabeza, una estrellita colorada en el lomo, el buche fucsia. Cada tanto se echaba una ojeadita en el espejo del charco.

Cuando terminó tenía más colorinches que la más pintona de las mariposas. Y entonces sí que se puso contento el sapo Humberto: no le quedaba ni un cachito de verde. ¡Igualito a las mariposas!
Tan alegre estaba y tanto saltó que las mariposas del Jazmín lo vieron y se vinieron en bandada para el charco.

—Más que refeo. ¡Refeísimo! —dijo una de pintitas azules, tapándose los ojos con las patas.

—¡Feón! ¡Contrafeo al resto! —terminó otra, sacudiendo las antenas con las carcajadas.

—Además de sapo, y feo, mal vestido —dijo una de negro, muy elegante.

—Lo único que falta es que quiera volar —se burló otra desde el aire.
¡Pobre Humberto! Y él que estaba tan contento con su corbatita fucsia.

Tanta vergüenza sintió que se tiró al charco para esconderse, y se quedó un rato largo en el fondo, mirando cómo el agua le borraba los colores.

Cuando salió todo verde, como siempre, todavía estaban las mariposas riéndose como locas.

—¡Sa-po verde! ¡Sa-po verde!

La que no se le paraba en la cabeza le hacía cosquillas en las patas.

Pero en eso pasó una calandria, una calandria lindísima, linda con ganas, tan requetelinda, que las mariposas se callaron para mirarla revolotearentre los yuyos.

Al ver el charco bajó para tomar un poco de agua y peinarse las plumas con el pico, y lo vio a Humberto en la orilla, verde, tristón y solo. Entonces dijo en voz bien alta:

—¡Qué sapo tan buen mozo! ¡Y qué bien le sienta el verde!Humberto le dio las gracias con su sonrisa gigante de sapo y las mariposas del Jazmín perdieron los colores de pura vergüenza, y así anduvieron, caiduchas y transparentes, todo el verano.
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Por ejemplo, Cristobal

Elsa Bonemann
Publicado en "La edad del pavo" - Ed.ALFAGUARA - 1990

Podría haberse llamado -por ejemplo- Cristóbal. Podría haber sido músico, tejedor de lino o carpintero. Podría haber llegado de un hermoso país que quedara en algún sitio del otro lado del bosque de la diminuta aldea de Alacia...o en cierto lugar sobre la costa opuesta de su brumoso río. Pero nadie supo su nombre, ni su oficio, ni su procedencia.

No bien el muchacho de sombrero celeste, mirada celeste y barba ídem apareció entre ellos, los alacianos se contemplaron -primero- desconcertados y -después- lo contemplaron a él con sorpresa, con desconfianza, con temor, así, en ese orden, aunque rápidamente concentraron sus sentimientos en la desconfianza y en el temor. ¿Por qué? Pues... porque sí, ya que en los cuentos cualquier cosa puede suceder porque sí y no voy a ser yo quien cambie esta maravillosa causa de los acontecimientos.

Continúo:

De inmediato, los alacianos murmuraron: "Un extranjero", "Un invasor", "Un peligro". Y dispararon hacia sus casas, bajaron persianas, corrieron cortinas, cerraron puertas con llaves, clausuraron chimeneas.
Entretanto, erguido en medio de un callejón y sin entender nada, el muchacho se quedó solo, bajo la luna y dentro del miedo de Alacia.

Sintió.

Pensó.

Sintió.

Al rato, con mirada más corazón vueltos del revés -como para que se viera claramente la materia de la que ambos estaban hechos- decidió presentarse, decir "Yo soy...".
Entonces, fueron siete las puertas a las que llamó sucesivamente.

La primera puerta se entreabrió apenas y -sin darle la menor oportunidad de completar su "¡HOLA!" -un hombre le gritó:
-¡Fuera! ¡Fuera de aquí usted y todos esos insectos gigantes que le sobrevuelan el sombrero!

Apenas se entreabrieron -también- la segunda puerta... la tercera... la cuarta... la quinta... la sexta...
El muchacho escuchó entonces:
-¡Fuera! ¡Fuera usted y todos esos horribles duendes que bailan en su mirada!
-¡Váyase a otra parte con su cortejo de criaturas mitad puercoespines y mitad rinocerontes!
-¡Regrese a su pueblo, si es que allí lo soportan con esas gelatinas fosforescentes enroscadas en sus botas!
-¡No se atreva a permanecer en Alacia si aprecia su vida!
-¡Fuera! ¡Ya detectamos las repugnantes caritas que nos espían, escondidas en su barba!

La séptima puerta ni siquiera se entreabrió. Desde el otro lado de la rotunda madera con aldabones, un vozarrón (amplificado por un altoparlante, ya que era el vozarrón del mandamás de la aldea) le anunció:
-¡Yo lo echo! ¡Ya me enteré de todo! ¡Cuenta con cinco minutos partidos por la mitad para marcharse de Alacia! ¡Y váyase junto con todos sus espantosos compañeros! ¡Fuera de aquí de una buena vez, pastor de monstruos!

Apenas resonaron estas tres últimas palabras, los alacianos dispararon a las calles desde sus casas. Con risas y chillidos de alegría celebraban la decisión de su mandamás. Ahora sí que iban a librarse -definitivamente- de ese extranjero, de ese invasor, de ese peligro...
Saltaban, batían palmas, hacían morisquetas alrededor del muchacho mientras que él -blandamente- desandaba los callejones rumbo vaya a saber dónde.
Antes de que abandonara la aldea conocieron -al menos- la aspereza de su voz. Fue cuando le oyeron exclamar:
-¡Nada de lo que vieron me pertenece, dormidos! ¡Ningún monstruo llegó conmigo!

Los alacianos siguieron bailoteando hasta el amanecer.

La moraleja de este cuento enseña:

Se sabe que ninguno puede nada
frente a la estupidez organizada.

La "inmoraleja" -en tanto- asegura que -a partir de ese día- los alacianos debieron aprender a convivir con sus propios monstruos...

¡Ah! Y dicen que aquel muchacho que podría haberse llamado -por ejemplo- Cristóbal, reaparece en los recuerdos de las viejas de la aldea -una y otra vez- mencionado como "el chico-espejo".

Pero ese es otro cuento.
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